lunes, 22 de febrero de 2010

jugar jugar jugar

Una de las mejores cosas de ser madre es recuperar la posibilidad de jugar. No sé en qué momento de la vida perdí el interés o las ganas, o quizás gané en vergüenza. Pero el caso es que dejé, de repente, los juegos. Sí, vale: alguna partida ocasional al Scrabble, o al Trivial en alguna reunión familiar. Pero poco más. Nada de saltar charcos, de jugar a la rayuela, a la goma, a la quema. Nada de construcciones. Ni siquiera puzzles.

Cuando nació mi primer hijo, recuperé las ganas de jugar. De hacer pedorretas, de cantar canciones, de perseguirte por la casa. De columpiarme y bajar por un tobogán. De embarrarme, de hacer castillos en la arena. Y ya el pudor no tiene sentido, porque uno tiene la coartada perfecta: está jugando con su hijo. En mi caso, no se trata sólo de compartir un tiempo, un espacio y un interés con él, con ellos. También se trata, simple y llanamente, del placer de jugar.

Ahora mis hijos han crecido medio metro, y las posibilidades aumentan: juegos de palabras, de ingenio, de memoria, de estrategia. Cuando yo era pequeña, en mi casa apenas se jugaba a juegos de mesa. Como mucho, alguna partida al parchís y o a las cartas con mi abuela. Así que ahora, a través de la librería y de mis hijos, los he redescubierto.

Y de juegos, precisamente, quería hablar en este post. De unos juegos fantásticos que acabamos de recibir, y a los que estamos ya enganchados. Hay más, pero hoy quería hablaros, sobre todo de dos.

Colomo es un juego en apariencia sencillo: 60 fichas de madera con los colores del arcoiris, y un dado. Sin embargo, tiene muchas posibilidades. Con él se puede jugar a 12 juegos diferentes de memoria y estrategia, solo o acompañado. Todavía sólo hemos tenido oportunidad de jugar a cinco de ellos, y cada miembro de la familia tiene ya su preferido.


Gato negro es una especie de juego de trileros para niños. Un juego de memoria, en el que cinco objetos (un queso grande, un pequeño, un trozo de chocolate, un trozo de bacon y un gato) se esconden debajo de cinco sombreros. Uno de los jugadores oficia de maestro de ceremonias moviendo los sombreros y los demás deberán adivinar dónd está el... e intentar que no les atrape el gato. Varias rondas, cada una con unas normas diferentes. Teatral y divertido.

Hay más juegos, de los que os iremos hablando poco a poco. Un diseño sencillo pero efectivo, en cajas pequeñas, con muchas posibilidades.

¡Hagan juego!

(estos y otros juegos están disponibles en nuestra página web, en la sección jugar en familia)

5 comentarios:

  1. qué guay!!!!
    a mi tampoco me ha gustado mucho jugar, sólo algo del simbólico y que sigo prácticando a través de hologramas, pero tambien he descubierto, como tú, que se puede redescubrir... trabajo con niños, pero he descubierto que con quien me gusta jugar en relaidad es con semiadultos (aquellos hombres niño de los que se hablaba en el escultismo para muchachos, jajajajaj!)

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  2. Jugar es lo único que hace que la vida no sea un aburrimiento, ¿no creen?... y puede hacer de lo aburrido un divertimento. Por ejemplo, a mí me gusta jugar a que las rayas de las baldosas de Hacienda son cuerdas flojas por las que tienes que ir con muuucho cuidado porque abajo está lleno de cocodrilos con la boca abierta y los dientes afilados, así se hace mucho más entretenida la espera para que te den, por ejemplo, un certificado de residencia fiscal. Además tiene una ventaja: la gente estúpida se aleja de ti (eso que te ahorras), y los niños (que son, al menos en un 98% de los casos, mucho más simpáticos y dvertidos que los adultos) se acercan y se unen al juego. A veces también se acerca algún adulto, pero siempre disimulando y de reojo y por ahora nadie se ha atrevido aún a jugar conmigo. También juego a creer que mi príncipe azul, en lugar de rescatarme, se pondrá a jugar conmigo, resbalará, y yo lo salvaré a él; luego la declaración nos saldrá a ambos a devolver y comeremos muchas perdices.

    Nota aclaratoria: Parece que me lo haya inventado, pero es totalmente cierto: en Hacienda, a veces, hay niños y niñas aburridísimos acompañando a sus padres.

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  3. Ay, Aitaneta... cómo me gusta siempre todo lo que cuentas. Yo siempre he jugado a inventarme las vidas de mis compañeros de vagón de tren, los pensamientos de los que están sentados en el café mientras yo escribo o hago que leo el periódico, las dolencias de los pacientes de la sala de espera... Claro que imaginar es mucho más discreto. Paso ganas de saltar baldosas (escoger sólo las negras, por ejemplo). Cuando voy con los niños por la calle sí que me animo. Sola todavía no. Pero todo llegará. En ello estoy.

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  4. A mí me encanta imaginar que alguien me está viendo por un agujerito cuando estoy sola.

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