El título. La cubierta. La primera frase de la sinopsis que figura en la contraportada, parte de un anuncio por palabras de un ama de llaves que ofrece sus servicios: “No cocina, pero tampoco muerde”. Todo en este libro prometía, y eso a veces es un riesgo enorme, pues toda expectativa es susceptible de ser confirmada o defraudada.
Tras la lectura de los primeros capítulos uno es consciente de sumergirse en una obra perfectamente estructurada, con una prosa que te envuelve y te traslada un siglo atrás a los polvorientos veranos de Montana. Lo increíble del caso es la pérdida de esa conciencia, el momento en que sientes que estás leyendo sobre una infancia que no has vivido pero que es parte de la tuya propia, y crees haber cabalgado cada mañana hasta la escuela entre la nieve, peleado a puñetazos en el patio de la escuela y haber esperado con impaciencia la llegada de un cometa Halley que para ti pasó 75 años después, de manera bastante menos significativa.
Cuando el libro acaba, se rompe la magia y uno sólo desea regresar. Regresar a la niñez, ser capaz de revivirla con la intensidad con que lo hemos hecho mientras leíamos aunque no fuera la nuestra. Siempre nos queda el consuelo de silbar.
Una temporada para silbar. Ivan Doig. Libros del Asteroide, 2011.
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